La niebla

El tiempo me ha engañado con tanta frecuencia que ya no me quedan ganas de confiar en él, en su magia curativa, en su capacidad mundialmente reconocida de cicatrizar nuestras heridas. No le creo, ni creo en la idea de esperar a que me cure. Pienso echarle una carrera y estoy decidido a ganarle, como siempre he hecho, sin paciencia, a mi manera. Como un crío corriendo por un camino enfangado, evito los charcos salto tras salto, logro tras logro, trazando mi particular camino hacia la felicidad. Con el paso de los años me he dado cuenta de que los momentos en los que más feliz me he sentido en esta vida son precisamente eso; momentos. El brillo de sus ojos al saber que la estoy mirando dura tan solo un instante y la parte que más me gusta de una canción suele acariciar mis oídos durante solo unos pocos segundos. Mi felicidad se compone de un cúmulo de esos pequeños momentos, en los que no importa lo que ocurra después, en los que una sonrisa basta. El resto son charcos, cada vez más profundos, cada vez más difíciles de evitar.

En este preciso instante me encuentro navegando a la deriva en mitad de uno de esos enormes charcos. Sentado en el vagón de un tren, todo lo que viene a mi mente son pequeños momentos del pasado, breves instantes a los que desearía poder volver viajando atrás en el tiempo. Querría tener frente a mí aquellas mismas escenas que mis ojos contemplaban años atrás. Una de ellas sucedía también en un vagón, pero en esa ocasión el tren viajaba bajo las calles de alguna ciudad, y a través de las ventanas solo se veían las oscuras paredes de un túnel. Y allí estaba ella. Recuerdo que las luces de aquel vagón parpadeaban, y yo no podía verla a cada instante. Era como si la perdiera por momentos, como si todo lo que yo deseaba tener se escurriera entre mis dedos. En los instantes en los que dejaba de verla frente a mí, tenía la sensación de estar dejándola marchar. Un escalofrío recorría mi cuerpo dejándome casi sin respiración, y justo cuando la angustia estaba a punto de apoderarse completamente de mí, las tenues luces volvían a encenderse de nuevo, devolviéndome su rostro durante otro momento más. Entonces, solo entonces, podía volver a respirar.

El recuerdo viene a mí como sacado de una película de cine mudo, sin sonidos que acompañen a las imágenes, y envuelto en esa neblina típica de los sueños. No recuerdo en que línea de metro viajábamos, ni siquiera la ciudad cuyas entrañas recorríamos a gran velocidad. Quizá no importe. Puede que mi mente solo haya guardado el recuerdo de sus ojos, tan grises como el cemento tras las ventanas. Entonces yo solo era un adolescente mecido por las sacudidas de aquel vagón, y mientras las luces volvían a desvanecerse y la perdía de vista un instante más, sabía que en algún lugar de aquella oscuridad sus ojos permanecían abiertos esperando, como los míos, que la luz volviera a mostrar nuestros rostros.

En algún momento de la noche el tren llegaría al fin de su trayecto, y quizá también más tarde camináramos por las calles buscando algún sitio donde dormir. O tal vez no fue así. Puede que nos despidiéramos en alguna esquina o que yo la acompañara hasta la puerta de su casa. Quién sabe, a lo mejor ni siquiera vivía en aquella ciudad. Los detalles se escapan de mi mente. Solo recuerdo sus ojos, grises y profundos, dibujados con un fino pincel en su joven rostro.

Lo más irónico de todo es que ahora, después de tanto tiempo, es cuando realmente echo de menos esa sensación. Desearía haber grabado cada detalle de esa noche en mi recuerdo y que, en lugar de las lagunas que ahora invaden mi memoria, pudiera encontrar en ella bonitos relatos que evocar en días como hoy. Desgraciadamente, mi memoria nunca ha sido muy buena, y día tras día esos recuerdos se difuminan lentamente, hasta el punto de a veces mezclarse con otros, intercambiando lugares, situaciones o incluso protagonistas. De el mismo modo que los sueños, algunos recuerdos aparecen inmersos dentro de esa atmósfera mítica que los hace únicos, quizá por que algunos no volverán a repetirse jamás, o quizá por que algunos fueron demasiado bonitos para parecer reales.

Mirando a través de la ventana de aquel tren, podía observar como las casas aparecían y desaparecían rápidamente frente a mí, como si bajo sus cimientos se escondieran cientos de ruedecillas capaces de deslizarlas a través de los verdes prados que dominaban el paisaje. La continua lluvia que empapaba los cristales hacía que aquel viaje fuera cada vez más desalentador, y la música clásica que se escuchaba por los pequeños altavoces no hacía más que transportarme atrás en el tiempo. Las tristes melodías me acompañaban en pequeños clips de vídeo que mi mente ideaba, y en los que la protagonista era siempre ella, bailando al son de cada melodía, mirándome con sus enormes ojos grises.

El tren comenzó a detenerse en una estación. A través de las ventanas, cubiertas por una cortina de agua, alcancé a ver una indicación que decía “Kildare”. Varios pasajeros, la mayoría de ellos irlandeses, comenzaron a llenar el vagón donde yo me encontraba. De entre todos ellos, me fije en una señora que debía tener unos sesenta años y sonreía animadamente mientras avanzaba por el pasillo central. La señora se sentó justo a mi izquierda, y me giré sonriéndole mientras apartaba mi mochila para que tuviera más espacio.

–¡Buenos días!– exclamó la mujer dirigiéndose a mí, sin dejar de sonreír en ningún momento.

–¡Hola!– contesté yo tímidamente en inglés, mientras abría mi mochila.

De pronto la mujer estalló a reír en una carcajada que consiguió asustar a la mayoría de los presentes. Tras el susto inicial, sonreí de nuevo a la señora, que volvió a devolverme su amplia y jovial sonrisa. Sus ojos eran, a pesar de su avanzada edad, claros y vivos como los de una quinceañera. De alguna manera, la carcajada de aquella señora consiguió alegrarme un poco durante unos instantes. Intenté averiguar cuál podría haber sido la causa de aquel repentino estallido. Pensé que quizá la señora había recordado de repente una situación graciosa o un chiste y que, incapaz de aguantarse, había dejado escapar aquella escandalosa carcajada. Estaba empezando a animarme, contagiado de aquel envidiable sentido del humor que poseían los irlandeses, cuando una segunda carcajada, que volvió a pillarme desprevenido, me sobresaltó de nuevo.

Miré el rostro de la señora mientras volvía a sonreírme. Algo en el incómodo gesto de sus labios me hizo comprender que algo no iba bien. Comprendí de pronto que la señora debía tener algún problema. Recordé que alguna otra vez había visto como personas que sufrían alguna especie de enfermedad nerviosa, tenían también aquellos repentinos ataques de risa. Pensé en lo cruel que podía llegar a ser la naturaleza, capaz de crear una enfermedad que pudiera confundirse con algo tan bello y espontáneo como la risa. En momentos como aquel uno sentía que el mundo parecía de mentira, una farsa creada por alguien que se ríe de nosotros desde algún rincón. Al mirar de nuevo a los ojos a aquella mujer, le ofrecí la mejor de mis sonrisas, intentando borrar aquel triste gesto que torcía la suya.

La misma sonrisa torcida había temblado unos centímetros bajo aquellos ojos grises dos años atrás. Justo después de oírme pronunciar la que para mí era la mejor de las noticias “me han dado la beca Erasmus, cariño”, su sonrisa se torció como la de aquella señora. Una parte en su interior se alegraba de aquello, pero otra parte se rompía, y sus diminutos e infinitos trozos caían para hundirse para siempre en lo más profundo de su ser. No era egoísmo, como yo pensé al principio, sino un miedo enorme a que lo nuestro se acabara para siempre. Su respuesta consistió en un brusco giro de ciento ochenta grados, y una rápida carrera hacia el otro lado de la calle, impulsada con toda la fuerza de sus piernas. Desde donde yo me había quedado, anclado al pavimento como una simple señal de tráfico, no podía ver su rostro, pero sabía perfectamente que ella estaba llorando, por que cada una de sus lágrimas caía al suelo con un estruendo insoportable. Los bloques de pisos y los coches aparcados a mi alrededor vibraban a consecuencia de aquel estruendo. Todo comenzó de pronto a dar vueltas y creí que la ciudad caería sobre mí. Y de hecho, lo hizo. La ciudad entera se hundió bajo mis pies aquella misma tarde, desmoronándose como una gigantesca maqueta de cartón. El asfalto se quebró en enormes grietas, y desde el fondo de una de ellas yo gritaba su nombre una y otra vez.

Un gesto inútil, por que ella ya no me oía. Igual de inútil era ahora sonreír a aquella mujer en el tren, ya que en un instante el tren reanudó su marcha, y todo lo acontecido hacía apenas unos segundos dejó de ser importante. Ajena a la tristeza que inundaba aquel vagón, la vida seguía adelante, sin más. El hombre sentado en la butaca de delante, que un momento antes creí haber visto casi tan consternado e incómodo como yo, volvió a abrir el libro que estaba leyendo. La joven pareja que había interrumpido sus dulces besos y caricias unos segundos antes, volvía ahora a abrazarse como si nada hubiera ocurrido. Todos seguían adelante, deslizándose junto al dulce fluir de la vida, quitándole importancia a aquel pequeño momento. Ese breve paréntesis quedaría guardado en sus mentes como una simple anécdota que contar, un leve bache en el rectilíneo y cómodo camino trazado por sus vidas.

Pero yo seguía ahí pasmado, observando como cada ínfimo detalle a mi alrededor adquiría un tono grisáceo. El mismo tono grisáceo que ahora formaba parte de mi extraña y triste visión de las cosas era el tono que tenían sus ojos. Eran esos ojos los que incluso después de todo este tiempo volvían a perseguirme. Abrí la mochila y rebusqué entre mis cosas hasta encontrar aquel sobre. En su interior estaba la carta que me había hecho viajar de nuevo a aquel país. Una carta escrita frente a sus ojos grises. Cada una de las palabras escritas por sus finas manos, había sido elegida tan cuidadosamente como las esencias que forman un delicado perfume. Aunque leer aquellas palabras una y otra vez había acabado por hacerme más daño del que nunca antes había experimentado, no pude evitar volver a leerla una vez más.

16 de octubre de 2008

Deanshall Bishopstown, apto. 36

Cork, Irlanda

A través de las ventanas de mi comedor se puede ver un enorme muro blanco con unas pocas enredaderas que intentan trepar por él. Es curioso como la mayoría de personas que han visitado mi apartamento durante estos tres meses han tenido la impresión de que una espesa niebla rodeaba todo el complejo. Si miras a la calle sin acercarte lo suficiente a las ventanas, el limitado campo de visión solo te deja ver la enorme fachada blanca del bloque de enfrente. Además, las finas enredaderas parecen delgados árboles erguidos frente a una enorme nube blanca, y la ilusión óptica es perfecta.

Yo nunca había hecho mucho caso de esa imagen, y bromeaba con todos los que me visitaban, diciéndoles que deberían usar gafas, o que el frío en esta ciudad estaba trastocando su concepción de la realidad. De hecho, ni siquiera yo misma me había parado un momento a observar con detenimiento esa ilusión óptica. Nunca le he dado importancia. Supongo que el paisaje que se observa desde mi balcón es demasiado familiar para mí. Cada día al despertar salgo a observar la mañana, y el campo de visión desde la pequeña terraza, mucho más amplio que el que se observa desde dentro de mi comedor, me impide fijar mi atención en el muro y sus enredaderas.

Sin embargo, hoy todo ha sido distinto. Hace casi dos semanas que estoy sola en mi apartamento. Todas mis compañeras han vuelto a sus respectivos hogares a visitar a sus familias. El hecho de estar completamente sola me parecía en principio algo maravilloso. Tengo todo el tiempo del mundo para mí, el apartamento está más ordenado y limpio que nunca, y no tengo que preocuparme por el volumen de mi música, ni por los ruidos de la televisión que mis compañeras mantienen encendida la mayor parte del día. A excepción de algunos momentos en los que salgo a correr por los alrededores del complejo y me cruzo con algún que otro transeúnte, o cuando necesito ir a comprar al supermercado, mi última semana ha transcurrido en la más absoluta soledad.

Pero como ya he dicho antes, hoy todo ha sido distinto. Lo primero que he hecho al despertar ha sido ir hacia el comedor a desayunar. Al sacar una botella de leche de la nevera y depositarla sobre la barra americana que separa la cocina del comedor, he alzado la vista para observar la ventana. Y entonces, por primera vez en el tiempo que llevo viviendo aquí, he sido testigo al fin de esa ilusión óptica de la que todo el mundo me hablaba. Frente al apartamento, una espesa niebla cubría todo lo que mis ojos alcanzaban a ver. Las enredaderas que el día anterior se agarraban a la blanca fachada, parecían hoy finos árboles a punto de ser engullidos por la espesa nube blanca.

Sonrío levemente al entender por primera vez esa extraña sensación que mis amigos habían tenido antes que yo, y mientras me bebo el vaso de leche sigo contemplando aquella curiosa visión durante unos segundos. Toda ilusión óptica engaña al cerebro durante unos segundos, pero cuando los ojos se han acostumbrado lo suficiente a la imagen, y empiezan a enfocar pequeños detalles en ella, la ilusión se rompe y se puede observar la realidad de nuevo. Eso mismo intento hacer yo ahora mismo, fijando mis ojos en las pequeñas flores color rosado que cuelgan de las ramas de aquellas enredaderas. De pronto las tostadas saltan avisándome de que ya están listas, y el pequeño sobresalto me hace apartar la mirada de la ventana por unos instantes. Cuando vuelvo a mirar, la ilusión óptica sigue allí, y me fastidia pensar que tendré que fijar de nuevo la mirada durante unos segundos más para romperla. Es entonces cuando, cansada finalmente de forzar los ojos a esas horas de la mañana, decido acercarme a la ventana y salir al balcón, para así volver a observar el bloque de apartamentos.

Cuando atravieso el salón, con el vaso de leche todavía en mis manos, y abro la ventana para salir al exterior, la imagen que presencio me deja sin aliento. Allí donde debería acabar el inmenso muro blanco que creaba la ilusión, una espesa niebla se extiende hasta donde alcanzo a ver. Al salir a la pequeña terraza y mirar hacia ambos lados, la imagen es la misma: niebla por todos los lados.

Al acabar de leer la carta me di cuenta de que mis manos estaban temblando. Por mucho que me arrepintiera ya era demasiado tarde para evitar nada. Mis nervios se habían desatado y sabía que no volverían a apaciguarse por mucho que intentara calmarme. Un torbellino de pensamientos relacionados con todo lo acontecido en esos últimos meses invadió de pronto mi mente, tensando aún más las finas cuerdas de las que pendía mi alma. No era ni la primera ni la última vez que leería esa carta, pero en cada nueva lectura descubría nuevos sollozos escondidos entre las líneas, nuevos reproches por aquel año de ausencia.

Recorrí en unos minutos cada una de las últimas imágenes que resumían mis meses de vuelta en casa. Todas y cada una de ellas estaban envueltas en una atmósfera irreal, como si yo nunca hubiera formado parte de ellas. Durante el año que había pasado en Irlanda me había dado cuenta poco a poco de la imborrable huella que aquel país grababa poco a poco sobre mí, pero fue especialmente durante las dos horas y media que duró el vuelo de vuelta a Barcelona cuando supe que un nexo inquebrantable me uniría para siempre a aquella tierra. Todo lo que ocurrió durante los primeros días de vuelta en la ciudad que me vio nacer se quedó grabado en mi mente como fotografías hechas a otras personas. Todo ocurría tan rápido que no conseguía apreciar esos pequeños detalles diseminados en el tiempo. Volver a ver a los míos había sido un alivio después del tiempo y la distancia, pero pese a todo no podía evitar el vacío que sentía en mi interior. Las semanas posteriores a mi vuelta las pasé en un estado letárgico del que no podía ni quería salir.

Fue quizá este estado de ensoñación el que me impidió hacer un pequeño esfuerzo por verla, por saber de ella. Nuestras últimas semanas juntos tampoco habían dejado un buen recuerdo al que poder abrazarse al volver. Los últimos días habían consistido en una sucesión de discusiones en todos y cada uno de los lugares que habían sido importantes para nosotros. Aquellos pequeños oasis que en otro tiempo nos habían apartado de la fría ciudad solo sirvieron para encerrarnos a los dos junto al rencor. Libramos batallas que acababan con portazos y gritos que oprimían más aun el aire de cada estancia. Yo me quedaba allí dentro, con la tensión haciendo temblar todo mi cuerpo, tal y como ahora temblaba en el vagón de aquel tren.

Mientras llegaba por fin a mi destino, deseé con todas mis fuerzas que la razón de mi viaje fuera completamente diferente. Aquella ciudad irlandesa me traía recuerdos que no quería teñir del color gris que dominaba mis pensamientos. Estaba en Cork de nuevo, apenas cuatro meses después de haber partido de su aeropuerto, y sus calles adquirían de pronto formas diferentes que no lograba entender, como si ella hubiera pasado por ellas cambiando todo de lugar, trazando nuevas curvas, creando enigmas imposibles de descifrar que aguardaban escondidos es cada esquina. El enigma más complicado para mí era el mero hecho de que ella estuviera en aquella ciudad. Traté una vez más de entender las razones por las que ella había elegido aquel destino, pero no lo conseguí. Devolví por unos instantes a mi mente el momento exacto en el que había descubierto su paradero, pero aquello no bastaba para entenderla.

Volví atrás en el tiempo, hasta el punto en que llevaba un mes en Barcelona. Una infinidad de visitas a familiares y amigos quedaba atrás, y creí entonces que había llegado el momento de volver a verla. Tras unos días dándole vueltas a la idea, marqué su número una mañana. Apenas unos segundos después una voz grabada decía que el número no estaba disponible. Probé unas cuantas veces más a lo largo de la semana, y al fin decidí llamar a una amiga en común para preguntarle si sabía algo de ella.

Nos vimos en la cafetería de la universidad, aprovechando que yo tenía que arreglar unos papeles del expediente académico y que ella estaba en plena época de exámenes. Pese a que nuestra relación había sido de lo más normal y no había sufrido cambio alguno tras mi partida, su rostro nervioso me indicó que algo no iba bien.

–¿No sabes nada, verdad?– escupió de pronto ella, preocupándome aún más.

No estaba preparado para oír lo que aquella chica me explicó, y si apenas había asomado la cabeza sobre aquel estado de sopor en el que me encontraba, sus noticias me hicieron agachar la cabeza de nuevo, y volví a esconderme en el fondo de mi burbuja.

Me contó que durante los meses posteriores a mi partida apenas había podido hablar con ella. Se había cerrado en banda completamente y resultaba casi imposible coincidir con ella. No quería ver a nadie, y tras meses de ausencia apareció de pronto un día en la universidad, como si nada hubiera ocurrido. Volvió acompañada de su carácter y sus bromas de siempre, asombrando a todos con aquel repentino cambio de actitud. Recibí esta información enredada en un torbellino de frases lanzadas demasiado rápido, no sabiendo ni cómo reaccionar. De pronto la chica hizo una pequeña pausa, queriendo suavizar el tono antes de decir algo realmente importante.

Aproveché la breve pausa para lanzar una única y seca pregunta: “Pero ahora, ¿dónde está?” El rostro de la chica cambió de repente, pero no tanto como cambió el mío al oír su respuesta: “Está en Cork. Ha pedido un cambio de expediente. De hecho, ha elegido la misma residencia de estudiantes en la que tú has estado todo este año”.

Algo se torció en mi interior al oír esas palabras. Tras recuperarme de la reacción inicial, que me había dejado sin habla, pregunté a la chica si lo decía en serio. Cuando ella me contestó que si de verdad creía que era un tema para bromear tuve que disculparme, y le pregunté si no le importaba que pidiéramos la cuenta. Ella lo entendió perfectamente, y mientras nos despedíamos intenté hacerme una idea de lo que ocurría en la mente de aquella chica de ojos grises.

Allí estaba ella de nuevo, ocupando mi mente, siempre tan fuerte, tan independiente, desmarcándose del resto de los mortales. Caminar al filo del abismo la hacía parecer siempre tan segura de sí misma… Si tan solo el resto del mundo se parara a conocerla como lo he hecho yo durante estos años, sabría que no camina junto al filo del precipicio por valentía, sino por que la línea que separa la tierra firme y el vacío le sirve de única guía en su vida. Sin esa guía estaría perdida, por eso huye del resto de la gente, porque al fin y al cabo, está tan asustada como todos nosotros.

Y ahora era yo el que más asustado estaba de todos. Al girar la última esquina y contemplar de nuevo la fachada de la residencia, tuve miedo de mirar atrás. Estaba completamente seguro de que mis fantasmas estaban allí, escondidos detrás de mí, esperando el más mínimo descuido para mostrarme mis miedos más ocultos. Podía ver sus sombras por el rabillo del ojo, proyectadas en los muros que rodeaban las propiedades colindantes a aquel lugar. Deanshall Bishopstown, así se llamaba la residencia, se alzaba imponente y amenazante frente a mis ojos. Con el cuerpo completamente entumecido, en parte por el frío, y en parte por los nervios, avancé por la acera hasta sobrepasar la barrera que cerraba el paso a los coches hacia el interior del recinto.

El destino me reservaba una última sorpresa, esta vez de manos de John, el encargado del mantenimiento de la residencia, que se apareció sonriendo de entre los matorrales que separaban los bloques de apartamentos. Mientras se fundía en un abrazo conmigo, ni John ni nadie en el mundo supo lo mucho que me reconfortó ese instante. Sentir algo de calor, especialmente en aquel momento y lugar, me salvó por unos instantes. Parecía estar de nuevo en casa, a salvo, lejos de todas las preocupaciones que me atormentaban. Al parecer, la amable voz de aquel hombre, que no podía pronunciar más de una frase seguida sin romper a reír, había conseguido hacerme olvidar la razón de mi visita. El hechizo se rompió de pronto, cuando John me preguntó si venía a visitar a mi amiga Estela. Me sorprendió tanto oír su nombre saliendo de la boca de John, que tardé unos instantes en contestar. Sentí como si ella hubiera penetrado en aquel lugar sin permiso, haciéndose con el control de todo a mi alrededor. John observó el brusco cambio en mi expresión y entendió al instante que tras mi sonrisa incómoda se escondía mucho más de lo que yo le podía explicar en unos minutos. Queriendo acabar con aquella conversación, me dijo apresuradamente que Estela se alojaba en la misma habitación que yo había ocupado el año anterior. Luego se despidió con un reconfortante apretón de manos y siguió trabajando en el jardín.

Volví a observar la fachada que tantas veces había visto durante mi estancia en aquel lugar, y me di cuenta de que aún lo consideraba mi hogar. Un impulso de sacar las llaves del bolsillo me hizo sonreír amargamente antes de llamar al timbre. Una voz femenina, con un fuerte acento irlandés, me contestó al telefonillo. “Vengo a ver a Estela” dije con un tembloroso inglés. La puerta se abrió al momento, y mientras subía las escaleras hacia el primer piso, me di cuenta de que no había tenido tanto miedo en toda mi vida.

La puerta estaba abierta, y una chica rubia de unos veinte años me dijo que Estela acababa de salir a hacer unas compras y que volvería en unos minutos. Me invitó a pasar al salón y desapareció de nuevo en su habitación.

Me senté en el mismo sillón en el que me había sentado cientos de veces durante el año anterior, y con los nervios a punto de salir a través de los poros de mi piel, levanté la vista y observé la ventana del salón. Una espesa niebla parecía cubrirlo todo en el exterior. Tuve que reprimir una carcajada al darme cuenta de que por primera vez en todo aquel tiempo, yo también había tenido aquella ilusión óptica de la que Estela me hablaba en su carta. La pared de enfrente, tan blanca, se difuminaba convirtiéndose en una enorme y espesa nube, y las finas enredaderas que trepaban por el muro parecían finos árboles a punto de ser engullidos por la niebla. Me levanté del sillón y decidí salir al balcón, para acabar por fin con aquella ilusión. Pero al salir a la pequeña terraza y mirar hacia ambos lados, la imagen era la misma: niebla por todos los lados.

Pedro Fernández Dorado

® 2009

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